22 mar 2013

Concepción de la Vida: Grandeza y Miseria

Concepción de la vida: 
Grandeza y Miseria 


Artículo publicado en Revista Logosófica en mayo de 1943 pág. 03


Desde que los hombres tienen uso de razón, se ha planteado a su entendimiento una cantidad de interrogantes, cuyo eco, bien podría decirse, fue repitiéndose en el curso de los siglos sin obtener una contestación clara y definida. 


El interrogante es un signo inconcluso de la inteligencia, que invita a completarlo. La sabiduría logosófica ha ido recopilando de las entrañas mismas de la historia humana, todos aquellos pensamientos inconclusos a fin de resolverlos con la palabra de la inteligencia, que brota de las fuentes de la lógica y de la realidad viviente. Podríamos afirmar que uno de los que más angustias han causado a la sensibilidad humana, es el que concierne a la finalidad expresa de la vida. En balde ha vivido el hombre siglos y siglos y andado por todos los caminos del mundo, pues nunca encontró la clave que le revelara verdad tan codiciada. 

Quien conozca a fondo la historia de las razas humanas y haya logrado penetrar un tanto en las profundidades de la Creación, a través de sus múltiples manifestaciones y de sus maravillosos procesos, los cuales entrañan inefables misterios que hablan de grandes y sublimes expresiones del pensamiento universal, habrá podido comprender en parte el contenido de ese pensamiento que anima la existencia de cuanto vive, se mueve y vibra en el espíritu de la Creación. 

Todo confirma y ratifica la concepción logosófica de que el Supremo Creador, alma mater, universal, que da al Universo existencia, no pudo haber dirigido la palabra a los hombres una sola vez. Él, suprema verdad y justicia, espejo fiel e inempañable donde se reproducen las imágenes más perfectas de su excelsa ideación, no habría podido contrariar en lo más mínimo los soberanos designios de su Voluntad. Él, supremo equilibrio y armonía de todo cuanto existe, no habría podido romper, en beneficio de unos pocos o en privilegio de unos elegidos, el más grande, el más inmenso de todos los contenidos de su proprio pensamiento. Dios, a quien han de reconocer todas las criaturas humanas sin excepción como suprema encarnación de los misterios divinos y de la augusta voluntad ignota, habló al hombre cuando, puesto éste en el mundo, despertóle su razón y su conciencia. Hablóle entonces, y continúa hablándole siempre, a cada instante, y su palabra se plasma en el ambiente del mundo y se cristaliza en la vida misma de todos los seres humanos. 

Sobre la superficie terrestre fueron creadas múltiples especies. El género humano constituye la más elevada, la que por haber sido dotada de virtudes superiores, facultades y capacidades extraordinarias de que carecían y carecen las demás, debe reinar con todas las fuerzas de su espíritu equilibradas por la razón y el sentimiento, comprendiendo las leyes de su Creador, para que de sus dictados surjan las pruebas más evidentes de su superioridad, por la comprensión plena de los principios instituidos por esas mismas leyes que manifiestan la palabra de Dios. 

El hombre, cuya existencia obedece — digamos — a la sublime finalidad de alcanzar la perfección como culminación de los grandes conocimientos que debe llegar a abarcar mientras van verificándose en él las transiciones y los cambios lógicos que exige la evolución hacia alturas tan inmaculadas, empieza a vislumbrar la existencia de tan excelsas verdades, recién cuando se pronuncian en su ser interno las primeras inquietudes, síntomas evidentes de las necesidades del espíritu que pugna por participar en los consejos íntimos de las reflexiones. 

A todo esto, desde que en el mundo existe la entidad humana, desde las penumbras de la Historia, cuántos han desfilado por este valle que con alguna razón han llamado de lágrimas, como sombras vivientes, ignoradas por todos, sin dejar una sola huella de su existencia. Puede decirse que se redujeron a vivir una vida estéril, satisfaciendo tan sólo las exigencias fisiológicas, sin la más mínima conciencia de la naturaleza superior que encarnaban. Fueron como duendes, cuya existencia nadie palpa como algo real, y si accidentalmente se hicieron visibles en el mundo, ninguno los recuerda. 

Son tantos los que han pasado así por las calles de la vida, que si quisiéramos dar cifras deberíamos pedir clemencia para no morir de vergüenza. 

¿Debemos atribuir este hecho, que abarca tantas épocas y tantos millones de almas, a una deficiencia del autor de nuestra existencia? ¿Debemos atribuir a Dios, que nos ha dado y sigue dando en todo instante cuanto necesitamos para alcanzar las metas más altas de la perfección, las consecuencias de tantos desvíos del género humano?. 

Pensamos que ninguna conciencia sería capaz de tamaña ingratitud y agravio, pues frente a cualquier interrogante de tal naturaleza, se hallan los grandes ejemplos que registra la Historia; hechos que han ido consumándose a través de los tiempos como señales de universal inteligencia que ningún hombre podría negar. Esos ejemplos son los que denuncian la existencia de almas grandes, que también pasaron por las calles de este mundo, pero dejando huellas imperecederas de sus vidas fecundas, de sus nobles realizaciones y de sus máximos esfuerzos por trascender la mediocridad humana y dejar pruebas indudables de cuánto se puede alcanzar cuando el ser se propone con todas las fuerzas de su espíritu realizar una vida pródiga en ejemplos y hechos que demuestren el valioso contenido del alma humana. 
¿No fueron, por ventura, sus huellas, estampadas en las páginas de la Historia, las que sirvieron y servirán de inspiración a las generaciones? ¿No tenemos una diferencia de extraordinaria magnitud entre estos seres que llenaron la existencia en la medida de sus posibilidades con el vigor de una vida que se hizo visible y palpable a todos y sigue siéndolo al haber inmortalizado sus nombres en el recuerdo de los demás, y aquellos otros que comparamos con los duendes y que a pesar de sumar millones incontables se ignora que existieron? 

¿No abren, acaso, el entendimiento, estas reflexiones que hacemos para facilitar la comprensión de lo que debe entrañar el concepto de la vida? ¿No proporcionamos a la inteligencia libre de prejuicios y a las mentes maduras, sugestiones de inestimable valor para sus futuras meditaciones? 

¿Qué ser humano, capaz de sentir la inmanencia misma de estas verdades, no pone al servicio de sus mejores anhelos lo que está a su alcance para que su existencia pueda definirse en una expresión inconmovible de suprema abnegación? Y al expresar la palabra abnegación queremos condensar en ella cuanto responde a los esfuerzos y unidad de miras hacia tan altos objetivos, lo cual implica sacrificios y también renunciamientos; pero todo ha de hacerse en holocausto al ideal que patentiza las esperanzas más íntimas del pensar y del sentir; por ello, los sacrificios no han de ser estériles sino fecundos, y los renunciamientos, lejos de atormentar al alma o extraviar la sensibilidad, deben ser fruto de convicciones íntimas, forjadas en la mente a medida que evolucionan los conocimientos al encuentro de la inteligencia superada y activa. 

De todo lo que venimos manifestando se desprende que las vidas que nacen y se extinguen en la indiferencia, que no han percibido las señales que debieron inquietar sus espíritus, que no se asomaron siquiera a esa realidad que comienza donde termina la vida de ficción y de placeres efímeros, son, desde todo concepto, estériles, consumidas, ya en la indigencia física o espiritual, ya en la opulencia o en los placeres, en la entrega a los éxitos fugaces, en la aventura, en la porfía o el oprobio: almas que se sumieron en la pobreza y debieron arrostrar miserias de toda índole. 

La vida debe ser rica en hechos y episodios que enaltezcan la dignidad humana. Hechos y episodios donde la existencia, en lugar de desgarrarse, se multiplique, dejando en ellos estampados los rasgos indelebles de su genialidad. ¿ Pueden, por desgracia, aquellos que han vivido en la indiferencia, sin inquietarles los interrogantes que con tanta fuerza de sugestión impelen al alma a buscar el conocimiento, llenar sus vidas con tales hechos y episodios? Ellos serían siempre de un valor limitado y sin repercusión de positivo alcance para la humanidad. 

¿Seríamos capaces de negar verdad tan evidente y tan al alcance de nuestro entendimiento, como la que nos dice que todo ser humano graba sobre sus días las páginas de su historia? ¿Que si lo grabado no es tan profundo que pueda ser percibido por los demás, carecerán de sentido los trazos que le hayan escrito y permanecerán borrados para los ojos del semejante? 

¿Qué cada pasaje de esa historia, para que merezca el honor de ser ubicado entre los que realza la Historia Universal de los hechos, debe contener el espíritu vivo del pensamiento y reflejarse en los demás, beneficiándoles y sirviéndoles de fuente de inspiración? 


La miseria moral es más espantosa que la material. Se puede ser rico en dinero y pobre en hechos y episodios de trascendencia para la vida. En cambio, una vida que amplía constantemente sus recursos para enriquecer el alma y dotar a la inteligencia de máxima lucidez, puede ser muy rica en episodios y hechos; y bien sabemos cómo se cotizan éstos a través de las edades y las épocas.




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