17 may 2013

Óptica mental

Óptica mental 

Por: Carlos B. González Pecotche

Artículo publicado en Revista Logosófica en junio de 1943 pág. 03
Sabido es que los ojos del ser humano, aún en el mejor de los casos, dado que ello no significa una deficiencia del órgano visual, no perciben con exactitud todo cuanto miran, pues ha acontecido infinidad de veces que se han hecho apreciaciones equivocadas asegurando a pie juntillas que se hacía la descripción exacta de lo que se vio.
De ahí proviene, sin duda, aquel viejo dicho: "La vista engaña". Influye considerablemente para que así acontezca, en parte, la diversidad de matices que configuran la cosa o el hecho alcanzado por el enfoque de la mirada, y en parte, la costumbre tan común de posar la vista superficialmente en las cosas, sin detenerse a analizar detalles de lo que se observa. 

Esto en cuanto a los que no sufren ninguna afección en los órganos de la vista; pero si colocamos en una escala de graduaciones, primero a los que tienen una simple enfermedad visual, para seguir, a medida que la afección se acentúa, hasta hallarnos con aquellos que padecen fases más agudas de la misma, nos encontraremos con que el área de percepción de la vista comienza a disminuir en el primer caso, acentuándose tanto en las sucesivos grados de la afección, que apenas si con el solo concurso de los órganos de la vista pueden distinguirse los objetos que están alrededor. Esto es el resultado de la miopía óptica. Corrientemente deben usarse lentes cuyos cristales, recetados en cada caso por especialistas en la materia, al estar dispuestos adecuadamente corrigen esas deficiencias, llegando muchas veces hasta hacer alcanzar a la vista su funcionamiento normal. 

Análogamente ocurre con los ojos del entendimiento, con tanta frecuencia afectados de miopía mental. Es notorio y visible el corto alcance de los que no poseen la ilustración exigida por las más elementales normas de la cultura común, lo cual se produce, ya por deficiencias en la instrucción, ya por efecto de la inercia mental, tan común en muchas personas, y también, por incapacidad de la inteligencia escasamente cultivada. Por algo se ha dicho que la ignorancia ciega. 

Las primeras explicaciones que admite la incipiente razón del niño se tornan borrosas y van desapareciendo a medida que crece, apareciendo, en cambio, la realidad en nuevos aspectos que requieren otra clase de explicaciones: cambiar los cristales que se le proporcionaron para auxiliar los ojos de su entendimiento. Estos cristales representan, fácil es advertirlo, tales explicaciones, las que al llevar al ánimo del niño la sensación de una visión mayor, favorecen la comprensión de lo que ven y hacen las veces de cristales ópticos para el entendimiento. 

Y al internarse en la juventud acontece lo mismo, pues el conjunto de conceptos que fueron propios de la niñez no pueden ser ya admitidos en la nueva edad. Otra vez se ha debido cambiar los cristales para dar lugar a que la percepción, que en verdad constituye los ojos y las manos del entendimiento, pueda disfrutar de una perspectiva más amplia, y a la par, ver y tocar bajo el imperio de una sensación más real. 

Sin embargo, sería ridículo admitir que aun cuando se cumpla con los deberes y estudios que impone a cada uno la ilustración común, se esté ya en condiciones de ser poseedor de la más fina percepción mental. Sería también caer en un grave error, y vamos a explicar por qué. Siendo las posibilidades del entendimiento en cierto modo ilimitadas, lógico es pensar, por consiguiente, que el saber puede detenerse en cualquiera de los grados que se conceptúe suficiente. Cuando así ocurre es porque las miras del que interrumpe su ilustración no van más allá del logro de una aspiración mediocre; pero como éste no es el caso que fundamenta el principio que sostenemos, llegamos a la conclusión de que es menester continuar el cultivo de la inteligencia en una proporción mayor y trasladar el campo de las investigaciones a una esfera superior, donde las concepciones de la mente cristalicen en conocimientos de profundo alcance. 

Y para que esto pueda realizarse con las mejores perspectivas de éxito, deberá sobreentenderse que es indispensable cambiar unas cuántas veces esos cristales a que nos hemos referido, los que deben alcanzar ya el pulimento requerido para dar al entendimiento más elasticidad y una fuerza de observación capaz de captar con nitidez todo cuanto el ser se proponga examinar con la atención que le merezca aquello que juzgue motivo interesante de preocupación e investigación. 

Ya hemos visto cómo es imprescindible en el campo de las actividades logosóficas, hacer notar al incipiente investigador la deficiencia observada en los cristales de su mente; aludimos aquí a los conceptos comunes que se tienen de las cosas, muchos de ellos erróneos, por lo mismo que fueron admitidos sin previo análisis consciente y sin previa determinación de su origen, para poder juzgar los fundamentos o verdades que, en realidad o en apariencia, pudieron entrañar. Ante el enfoque directo de la razón, que logosóficamente es necesario efectuar, pronto se ve que tales conceptos carecen de fundamento lógico o de base cierta. Son más bien hipotéticos o empíricos, desde que no pueden resistir el más simple envión de la prueba de la lógica. 

El empeñoso, sano y noble afán de encauzar las fuerzas de la inteligencia hacia la adquisición de conocimientos de orden superior, entraña todo un proceso de evolución consciente. Es un proceso de acercamiento a la realidad de la cual uno quiere servirse con la certidumbre más absoluta de que el juicio que se hace de ella es exacto. 

Se da por descontado, pues, que siguiendo los dictados de la ley expuesta, habrá que cambiar de posición –adviértase que no decimos opinión– frente a cada verdad o hecho, idea o pensamiento, tantas veces como lo requiera la misma verdad, hasta ser comprendida en toda su profundidad. 

Esto exige, naturalmente, una minuciosa y rigurosa revisión del primitivo concepto y sus respectivas ampliaciones, o modificaciones a medida que se avanza hacia la realidad referida. He aquí expuesta una de las tantas imágenes que utiliza la Logosofía para la exposición de sus conocimientos. Por la fuerza descriptiva y por la riqueza de matices que contienen, son de una eficacia extraordinaria para su fácil comprensión y asimilación, al tiempo que se particularizan, resultando inconfundibles por esa misma propiedad.


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