30 jul 2013

¿Existe la suerte?

La Providencia y la suerte

Por: Carlos B. González Pecotche

Artículo publicado en Revista Logosófica en marzo de 1944 pág. 25

Es muy general el atribuir a la suerte un carácter providencial. Los favorecidos eventualmente por el azar, parecerían experimentar la vanidad de sentirse seres privilegiados. No obstante, si se busca la razón de tal privilegio, ella no existe. La suerte es como la bala perdida: una vez salida del arma tanto puede dar en un blanco como en otro, por no tener ninguna dirección prefijada. Escapa, pues, a la explicación de la ley, ya que no está regida por ella.


Esa suerte que de vez en cuando favorece a uno u otro indistintamente, representaría esos sobrantes de bien que la Providencia deja caer sin fijarse en manos de quien. Lo que raramente acontece, es que el favorecido guarde alguna gratitud por esa dádiva usándola en dignificar su vida. Esto es semejante a lo que podría suceder si a un montón de cerdos se le tirara una hermosa zanahoria: la comería aquel cuyo hocico estuviera más cerca de la misma en el momento de caer, sin que ello modificara en nada su vida. Que Juan o Pedro ganen miles de pesos en un juego de azar, no tiene explicación de la ley, pero el uso que hagan de lo ganado ya no escapa a la ley.

¿Qué enseñanza, empero, puede deducirse de esta cuestión que no tiene por asidero causa alguna? Veamos: la Providencia es una fuerza superior que actúa en el mundo con plena independencia de la voluntad del ser; vale decir que no ha sido conquistada por el hombre como otras fuerzas que él hoy maneja y con las cuales se beneficia. 

Como fuerza superior, está fuera del alcance de la codicia humana, pero se la puede atraer y aun, incluso, llegar a ser un agente de ella misma. ¿Como? He ahí el interrogante que ansiosamente surge del secreto.

No se pensará, desde luego, que ese secreto consiste en alguna palabra misteriosa que con sólo pronunciarla producirá el milagro deseado, o que cruzado de brazos se llegará a ser el elegido que el azar convertirá de la noche a la mañana en un potentado. No hay ni debe esperar tal cosa quien en verdad quiere atraer hacia sí a la Providencia.

Es muy seguro que el que trabaja, recibe como recompensa un salario. Ahora bien, cuanto mejor sea la calidad de su trabajo, de sus esfuerzos y sus afanes de bien, tanto mayor será la recompensa. A éste ayuda la Providencia, y por tener lo que tiene, más aún le es lícito tener. Pero a aquel que sin juicio ni trabajo alguno es favorecido por la suerte, a sus solas expensas estará librado el bien que reciba, y ya sabemos qué le sucede al poco tiempo; mientras que el otro, a justo mérito seguirá progresando. 

En el primero, el uso de razón resguarda su propiedad; en el segundo, la embriaguez instintiva provoca el despilfarro. Los conocimientos, al ser usados por su poseedor, son agentes de la Providencia. El médico que sana al enfermo, el que salva con su consejo a un extraviado, el que corrige el rumbo del perdido, el que, en fin, evita un mal a su semejante auxiliándole oportunamente, ¿no ha obrado, acaso, para aquéllos, providencialmente? Cuanto más conocimientos posea el ser, tanto más amplio es el poder que la Providencia le otorga para cumplir actos de carácter providencial. 

El azar se vence cuando se eliminan las aspiraciones ridículas. Debe esperarse todo de la propia fuerza y capacidad; en una palabra, cada ser debe convertirse en su propia providencia.

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