Bazar de imágenes mentales:
La mente fonógrafo — El traje ridículo
Por: Carlos B. González Pecotche
Artículo publicado en Revista Logosófica en mayo de 1943 pág. 33
En muchas personas de escasa cultura, la mente es similar a uno de esos fonógrafos de principios del siglo XX, tan chillones como insufribles, y hasta la misma boca parece transformada en el ancho cornetón de lata que tenían.
La gente inculta, o de pobre ilustración, tiene la costumbre inveterada de repetir cientos de veces todo aquello que le impresiona vivamente, pues ya se sabe que capta más por impresión que por el entendimiento cuanto escucha o siente. Es así como se imprimen en su membrana mental chismes y episodios que, por su índole, le sirven a las mil maravillas para dimes y diretes.
Grabados los discos con aquello que le ocurrió a Mengano o con lo que Zutano dijo de Perengano, éstos giran una y otra vez hasta constituir una verdadera pesadilla, y si recordamos lo de los discos gastados o rayados, tendremos una similitud ciertamente incomparable.
En tiempo del fonógrafo, muchos había que ponían siempre el mismo disco por falta de dinero para comprar otros. Lo mismo acontece en los seres a quienes nos estamos refiriendo: la pobreza mental les impide renovar el repertorio, y la púa sigue cascando el sonido hasta que se acuerdan de cambiarla.
La gente culta ha mejorado el lórico instrumento hasta convertirlo en una vitrola ortofónica. En ellos la membrana mental graba discos de otra naturaleza : en algunos danzan los clásicos al son de sublimes conciertos, sinfonías, sonatas, momentos musicales; en otros quedan impresos calificados tintes sociales, científicos, políticos, filosóficos, artísticos, etc., de modo que cada uno tiene una discoteca mental bien ponderable.
El afán de figuración, social o política, es una ambición que en muchos se inflama de tal manera que no les permite verse en el espejo de la realidad.
Con frecuencia el hombre se desvive por conquistar posiciones que están muy por encima de sus posibilidades mentales, es decir, de su capacidad. ¿Acaso no vemos al incipiente político vestir de pronto el traje de diputado y sentarse muy ufano en su banca?
Como se ha inflado de golpe, parecería que el traje le quedase bien, pero en cuanto aparecen en el recinto los diputados veteranos con sus despliegues parlamentarios, vemos al flamante legislador desinflarse, dándonos la impresión de que las mangas del saco sobrepasan medio metro sus manos, y que ese mismo saco, que por lo general se asemeja a un levitón de antigua data, podría envolverlo varias veces.
¡Cuántos quieren vestir el traje de Presidente de la Nación y se pasan la vida probándolo en la imaginación! Y aunque les parezca que les queda como pintado, en verdad, la opinión pública los busca dentro del traje y no los encuentra... ¡tan grande les queda!
¿No siente, acaso, el nuevo rico, de no muy pulida ilustración, cierta íntima vergüenza cuando se pone el traje de etiqueta para alternar con quienes lo saben lucir? La sensación que experimenta es que la cola del frac que viste es tan larga que la arrastra, y teme que un pisotón se la arranque. La blancura de la pechera contrasta con la torpeza de sus manos, que se le aparentan enormes y mal formadas, y no sabe donde esconderlas. Es que la fiebre de figuración consume a estos seres, y el deseo de que todos se enteren de su cambio de situación, los empuja a lanzarse al mundo social antes de haber adquirido el don de la distinción –si es que sólo con dinero puede adquirirse– o, por lo menos, pulir las groseras expresiones de la modalidad hasta donde la condición de adaptación lo permite.
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